Lost in translation es una película que refleja muy bien algunas vivencias de nuestra sociedad en un mundo cada vez más globalizado e impersonal, que dificulta las relaciones y el establecimiento de una identidad estable ante los continuos cambios que impone el ritmo de vida actual. Así nuestros protagonistas Bob y Charlotte se encuentran solos y perdidos en este viaje en el contexto de una ciudad postmodernista por excelencia como es Tokio.
La exposición continua a la inmensidad del paisaje urbano frente a la soledad de los espacios internos y cerrados provoca, en los personajes tanto como en el espectador, algo que podríamos calificar siguiendo a Freud de “sentimiento oceánico”, es decir una regresión a esos estados primigenios del yo donde los límites de uno mismo con lo que le rodea se pierden, es decir una regresión al estado de “narcisismo primario”.
Cada uno de los personajes lo sufre a su manera, pero tienen en común ese vacío y depresión que se manifiesta como síntoma de ese habitar en un contexto cuasi-psicótico. Él es actor y se pasa el día repitiendo una y otra vez la misma escena para un anuncio publicitario, todo un vacío de sentido e ilusorio como el vaso de whisky que se toma, que en realidad no es tal.
Ella tampoco parece encontrar su sentido en ese lugar, ni en su vida en general.
Sus relaciones tampoco mejoran la situación, ambos están en pareja pero en sus intercambios resaltan la más pura convención y materialismo, más que afectos auténticos.
La mujer de él parece saber hacer buen uso del progreso tecnológico de los medios de comunicación para (paradójicamente) “no comunicar” más que tonterías, como pedirle reiteradamente que decida el color de una moqueta.
El marido de ella centrado en su trabajo tampoco parece hacerle mucho caso, incluso se permite flirtear con otra chica delante de ella.
Lo que sucede después entre nuestros protagonistas parece casi una salida inevitable o desesperada ante una amenaza de caer en el abismo, del derrumbe psicótico.
Así ambos se lanzan a una relación con tintes perversos (es patente la diferencia de edad entre ambos, él podría ser su padre y se comporta en cierto modo como tal: la lleva en brazos a la cama, le regala un osito… etc), en busca de una compensación imaginaria frente a la pérdida narcisista. Decimos imaginaria porque no se llega a consumar el acto sexual, y sólo se pone al descubierto el deseo en ese último beso de despedida, que viene a sellar la relación.