¿ES EL SER HUMANO DESTRUCTIVO POR NATURALEZA?

Freud describió dos tipos de instintos o pulsiones en el ser humano, a lo que llamó Eros (tendencias amorosas) y Bía (tendencias agresivas). Dados los tiempos que vivimos en que queda patente la capacidad dañina del ser humano nos lleva a preguntarnos si se trata de algo inevitable, ¿es el ser humano destructivo por naturaleza?, nuestra consideración es que si bien la agresividad es una tendencia natural depende de cómo esta se integre en la personalidad, además del contexto social, de la educación, cultura y valores en que la persona se inserta para que derive de un modo que resulte nocivo o adaptativo.

Estaremos de acuerdo en que la agresividad es en cierto modo algo inevitable, e incluso podríamos decir que complementario a lo que sería el amor, como lo es la atracción vs repulsión hacia todo lo que nos rodea, no podrían existir uno sin el otro, así cuando amamos a alguien es inevitable que lo podamos odiar en ciertos momentos.

La agresividad sana o bien orientada es lo que nos permite reafirmarnos a nosotros mismos, marcar límites frente a los demás, es indispensable para la configuración de nuestra identidad y para establecer vínculos profundos con los demás.

De hecho en la mayoría de los problemas psicológicos suele estar afectada la dificultad para integrar la agresividad, de un modo u otro, por distintos motivos.

Con esto no nos estamos refiriendo únicamente a aquellas personas que muestran dificultades en la expresión agresiva, como reivindicar sus derechos frente a los demás, sino también a aquellas que padecen de desinhibición o falta de control de los impulsos agresivos, causando daño a los demás, a sí mismos o a su entorno.

Además están los que se entregan a sus tendencias destructivas sin apenas límites, esto es lo que se entiende popularmente por maldad, y que clínicamente se denominan perversos narcisistas y psicópatas, la diferencia en estos es que suelen actuar con bastante conciencia de sus actos, y muestran poco arrepentimiento o empatía hacia sus víctimas, salvo en apariencia, así pueden fingirlo con el objetivo de manipular a los demás.

Con ello buscan reafirmar un sentimiento de omnipotencia primario o infantil, u obtener un goce o satisfacción, transgrediendo las normas sociales o los límites personales.

Es habitual también que busquen justificaciones de sus actos ante los demás o ante sí mismos, adoptando un rol social aparentemente adaptado, pasando desapercibidos.

Está demás añadir que la capacidad de amar de estas personas es muy limitada, pareciera más bien que se mueven buscando instrumentalizar a los demás o usarlos para sus objetivos, o simplemente hacerles daño, proyectándoles su odio interno.

Habitualmente escuchamos decir que este tipo de individuois no son enfermos, no sufren un trastorno mental, pero esta consideración sería únicamente cierta desde un punto de vista restringido de lo que se entiende por salud mental, en el sentido de poseer conciencia de realidad o de sus actos e intencionalidad.

Desde una mirada más profunda podemos captar sus deficiencias en el desarrollo afectivo, sobre cuya base se va forjando la personalidad, que empieza a manifestarse sobre todo en la pubertad o adolescencia.

Nos formamos a través de la relación con los demás, en especial con nuestros padres o cuidadores en los primeros años, aunque es difícil predecir el tipo de ambiente o relaciones que da lugar a un tipo de personalidad, e influye también el temperamento del niño. Lo que es habitual es que cuando los niños crecen en un ambiente que no logra cubrir sus necesidades afectivas que son variadas, bien por maltrato, abandono, sobreprotección, falta de seguridad…etc desarrolle un tipo de problemática u otra.

Los niños/as necesitan establecer un vínculo de apego con sus padres o cuidadores, y que a través de este vayan construyendo su identidad e insertándose en la sociedad en la que se inscriben, aceptando sus límites y valores.

Hay que resaltar que para que el niño/a llegue a aceptar normas o límites esto se consigue por mediación del vínculo, identificándose de algún modo con las figuras de apego es como consigue internalizarlas, educar por lo tanto no consiste en imponer normas sin más sino que es algo que va unido al desarrollo afectivo del niño/a.

Así una personalidad evolucionada es capaz de tolerar la frustración habitual en la vida y las relaciones, y la agresividad se integra en estas a favor de unas relaciones más ricas y profundas, y una vida más productiva.

En otras personas la falta de integración de los afectos positivos y negativos (amor – odio, atracción – rechazo) les lleva a utilizar un modo de defensa que llamamos disociación, así pueden manifestar de modo alternante ambos afectos (sin que la persona reconozca o se pueda identificar afectivamente en la coexistencia de ambos), por ejemplo puede decir que odia a su madre, que no la soporta y al momento decir que su madre es la persona más importante de su vida.

De modo muy habitual lo que se da es una represión de ideaciones y afectos de carácter hostil, manteniendo en la conciencia sobre todo los afectos positivos o amorosos, aunque pueda manifestarse de otros modos (síntomas variados), o irrumpir de modo explosivo en ocasiones. Este modo de defensa sería más evolucionado que el anterior o surge en etapas más avanzadas del desarrollo afectivo.

Una postura más sana sería reconocer que podemos sentir ambos afectos (amor-odio) hacia una misma persona en ciertos momentos, lo que se conoce como ambivalencia.

En general estos modos de lidiar con nuestras tendencias agresivas son comunes a todos nosotros en algún momento.

Y también que todos tenemos la capacidad de hacer daño a los demás, pues como niños tendemos a buscar la satisfacción propia, toleramos mal las frustraciones que las relaciones suponen y nos dejamos llevar por el odio, fallamos a la hora  de empatizar con los demás.

La perversión también es algo del día a día en nuestra sociedad, donde prima la competitividad y el narcisismo, es decir obtener una ventaja frente al otro por encima de todo, se niega al otro o se lo utiliza como objeto de consumo. Así se describe en este texto:

“¿Ud. quiere triunfar sobre el otro a todo precio, sacar ventaja, ser más “vivo”, obtener de manera non sancta beneficios económicos o de mejora en su jerarquía social? ¿Ud. quiere sacar beneficio de los otros como sea, y gozar del beneficio que les arrebata? Pues bien, este es un mundo de winners y todo vale, mejor estar arriba que abajo, mejor someter que ser sometido… ¿Ud. pretende por lo tanto ganar a toda costa, triunfar sobre los otros no importa de qué manera? ¿Quedarse con lo que es también del otro –su pareja, sus socios, sus amigos, sus vecinos, sus empleados? ¿Quiere aprovechar un negocio perjudicial para los otros y el medio ambiente? ¿Basar su plataforma política en promesas sabiendo que jamás las cumplirá? ¿Dañar -sabiendo que daña- aparte de la población -siempre los que están abajo- hasta excluirlos, tomando medidas económicas que van a su vez a favorecer a una pequeña minoría –los más poderosos-?”

También están los que podríamos decir dirigen la agresividad hacia sí mismos, comportándose de modo masoquista en las relaciones, atrayendo personas explotadoras, y buscando mantener una relación de dependencia con estos, en una postura infantil.

En el otro extremo están las personas que tienden a idealizar en exceso a los demás para acabar siempre decepcionados, al no superar la persona las expectativas que había puesto en ella, esto es habitual en las relaciones de pareja.

La integración de las pulsiones libidinales (amorosas) y agresivas, es algo por lo tanto que se va dando a lo largo del desarrollo en la medida que se complejiza o se va estructurando la personalidad en las relaciones con los demás, este proceso se puede ver obstaculizado debido a traumas, carencias afectivas o toda una sociedad enferma que dificulta la creación de auténticos vínculos.

Es algo que va muy unido al establecimiento de la identidad, de tal manera que cuanto más estructurada esté la personalidad los afectos estarán más integrados, hay más autonomía, más equilibrio, captamos de modo más realista al otro y a nosotros mismos (no hay idealizaciones o denigraciones extremas) hay menos angustia o culpa y nos adaptamos mejor a los requerimientos del entorno.

 

 

 

 

 

 

 

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